
Deconstruir la realidad
Por: Jesús Humberto López Aguilar
Por muchos años se ha hablado de que, al menos el ser humano promedio, utiliza, únicamente, del cinco al diez por ciento de su cerebro, afirmando, de manera implícita, que tendríamos muchas más capacidades de las que hoy por hoy damos por sentado.
Aunque algunas investigaciones recientes han rechazado este argumento bajo la lógica de que, si esto realmente fuera cierto, necesitaríamos un respirador artificial para poder sobrevivir (ya que este postulado no específica si se refiere a la capacidad neuronal o al cerebro entero per se), al menos aceptan que no podemos emplear o activar más del tres por ciento del total del órgano director de nuestro cuerpo simultáneamente debido a que no podríamos distribuir con eficacia la energía que haría funcionar a todas las regiones que lo componen. Nuestra masa encefálica, en teoría, no cuenta con los suficientes vasos sanguíneos para proporcionarla.
Sin embargo, el registro de varios siglos, e incluso milenios, de historia humana, ha demostrado que han existido individuos con capacidades que superan todas las supuestas leyes de la naturaleza impuestas, curiosamente, por solo un miembro de ella, el hombre.
La presciencia, o la capacidad de conocer el futuro, es la que más se ha repetido en los anales de todas las civilizaciones de las que se tienen registro. Se les ha conocido con el nombre de caldeos, oráculos, adivinos y un largo etcétera. Hoy, al pensar en ellos, les adjudicamos, algunas veces de manera justa, y otras pocas, de forma injusta, la estampa de simples estafadores, pero la realidad que es que nuestros tiempos no han quedado exentos de personalidades que, increíblemente, han demostrado esas mismas habilidades. Lo cierto es que todos en nuestra vida hemos escuchado el caso de un ser allegado a nosotros que, ya sea a través de sueños o presentimientos, ha podido predecir un acontecimiento de menor o mayor significación.
Otra de las aptitudes, aparentemente sobrehumanas, comprendidas dentro de este espectro, es una suerte de sensibilidad a “energías” invisibles al ojo común. Aludo a la facultad de percibir rasgos físicos o emocionales de alguien sin haber tenido contacto previo ni contexto alguno sobre su situación personal, así como también a la capacidad de establecer comunicación con individuos que han trascendido este plano, entre algunas otras.
Por último, una de las manifestaciones más destacadas, y, de igual modo, la más insólita, es la que ha despertado la imaginación de la cultura popular moderna para fantasear con todo tipo de héroes y villanos: la transfiguración. Sujetos capaces de modificar la morfología de su cuerpo para recrearlo en toda una gama de figuras con semblanzas animalescas o elementos inertes. Si bien las descripciones difieren de relato a relato, estas transformaciones, propias de las ficciones más rebuscadas, han sido, efectivamente, reportadas por personas de todas las épocas, incluida la nuestra. Desde un punto de vista estadístico, podríamos afirmar que, incluso si solo uno de los múltiples testimonios fuera verídico, estaríamos frente a una crisis que nos obligaría a replantearnos lo que entendemos por realidad.
Desde una temprana edad hemos aprendido a encuadrar el llamado conocimiento en teorías rígidas que nos han obligado a permanecer dentro de ese marco preestablecido, prohibiendo cualquier posibilidad de una exploración intelectual. Una de esas nociones que damos por ciertas, e intocables, es que el cuerpo humano cuenta con cinco sentidos, que no solo nos impide suponer o intentar inferir que podemos experimentar otros en virtud de las experiencias sobrenaturales referidas, sino también, que ellos solos interpretan, de manera subjetiva, lo que realmente nos rodea.
Son incontables los elementos que yacen más allá de nuestra percepción consciente y que influyen significativamente en nuestra existencia. Aceptar esta perspectiva, asimilarla y poner en práctica el ejercicio de “desaprender” para reconstituir nuestra comprensión del entorno y de nosotros mismos puede ser clave para explorar plenamente las capacidades de nuestro cerebro. Quizá, en una de esas, podamos dejar obsoleta aquella teoría que nos limita a usar el tres por ciento de nuestro magnífico cerebro al mismo tiempo. Las posibilidades, si lo pensamos bien, son casi infinitas.
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